Muchos nos cuestionamos el sentido que tiene nuestra existencia. ¿Qué hacemos aquí? ¿Para qué estamos viviendo lo que nos ha tocado vivir a cada uno, porqué tenemos un cuerpo determinado, un carácter, para qué hemos nacido en una familia concreta, en un país, en un momento histórico?
La verdad es que cada experiencia humana es tan distinta, y aunque muchas personas vivan una experiencia colectiva muy parecida, cada uno la experimenta de diferente manera. También, cado uno aporta un punto de vista distinto, ofrece un don diferente al conjunto que formamos. Nos veo como un solo ser multidimensional, que trata de experimentar la realidad en miles de millones de formas diferentes. Cada uno es una parte de la experiencia divina.
Lo que pasa es que, en vez de disfrutar de nuestra rica individualidad, tratamos de ser como otros, como los más exitosos, reconocidos, buenos, atléticos, guapos, saludables, ricos, seductores o inteligentes. Si no puedo aceptar lo que tengo, entonces me comparo y digo: ¿Por qué me ha tocado esto o aquello? ¿Qué sentido tiene esta mi desgraciada existencia? Si aceptamos lo que tenemos y fluimos con los dones individuales que tenemos, suelen desaparecer las preguntas, incluso la búsqueda espiritual.
En momentos pasados me había convencido de que me tocó lo que me tocó vivir por cosas que hice bien o mal en vidas pasadas. Es relativamente fácil armar explicaciones con nuestro raciocinio. Con el tiempo sin embargo, he llegado a la conclusión que por mucho que lo intentemos, el propósito de la existencia es incomprensible para la mente humana. Pero sí que se podría resumir en una palabra. Vivir.